miércoles, agosto 25, 2004

 

EL TEATRO DE LA CRUELDAD Y LA CLAUSURA DE LA REPRESENTACIÓN

«... La danza / y por consiguiente el teatro / no han empezado todavía a existir.» Esto puede leerse en uno de los últimos escritos de Antonin Artaud («El teatro de la crueldad», en 84, 1948). Pero en el mismo texto, un poco antes, se define el teatro de la crueldad como «la afirmación / de una terrible / y por otra parte ineluctable necesidad». Así pues, Artaud no reclama una destrucción, una nueva manifestación de la negatividad. A pesar de todo lo que tiene que saquear a su paso, «el teatro de la crueldad / no es el símbolo de un vacío ausente». Sino que afirma, produce la afirmación misma en su rigor pleno y necesario. Pero también en su sentido más oculto, frecuentemente el más enterrado, apartado de sí: por «ineluctable» que sea, esta afirmación «no ha empezado todavía a existir». Está por nacer. Pero una afirmación necesaria sólo puede nacer si renace a sí misma. Para Artaud, el porvenir del teatro -y en consecuencia el porvenir en general- no se abre más que mediante la anáfora que se remonta a la víspera de un nacimiento. La teatralidad tiene que atravesar y restaurar de parte a parte la «existencia» y la «carne». Habrá que decir, pues, del teatro lo que se dice del cuerpo. Ahora bien, es sabido que Artaud vivía al día siguiente de una desposesión: su cuerpo propio, la propiedad y la propia limpieza de su cuerpo le habían sido sustraídos en su nacimiento por ese dios ladrón que, a su vez, había nacido «de hacerse pasar / por mí mismo».[i] Sin duda, el renacer pasa -Artaud lo recuerda frecuentemente- por una especie de reeducación de los órganos. Pero esto permite acceder a una vida anterior al nacimiento y posterior a la muerte («... a fuerza de morir / he acabado ganando una inmortalidad real» [p. 110]); no a una muerte antes del nacimiento y después de la vida. Es eso lo que distingue a la afirmación cruel de la negatividad romántica; diferencia sutil, y sin embargo decisiva. Lichtenberger: «No puedo desprenderme de esta idea de que estaba muerto antes de nacer, y de que volveré por la muerte a ese mismo estado... Morir y renacer con el recuerdo de su existencia precedente, a eso le llamamos desvanecerse; despertarse con otros órganos, que primero hay que reeducar, es a eso a lo que le llamamos nacer». Para Artaud, se trata ante todo de no morir al morir, de no dejarse despojar entonces de su vida por el dios ladrón. «Y creo que en el momento extremo de la muerte hay siempre algún otro para despojarnos de nuestra propia vida» (Van Gogh, el suicidado de la sociedad).

Pensar la clausura de la representación es, pues, pensar la potencia cruel de muerte y de juego que permite a la presencia nacer a sí misma, gozar de sí mediante la representación en que aquélla se sustrae en su diferancia. Pensar la clausura de la representación es pensar lo trágico: no como representación del destino sino como destino de la representación. Su necesidad gratuita y sin fondo.
Por Jacques Derrida


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